Llevamos años discutiendo el día de tu onomástica, Aitor. Como desconocemos la historia de tu nombre vasco, y por añadidura no existe, que sepamos, ningún San Aitor, podemos decidir cuando se celebra tu día. Nunca has querido que, como con los demás nombres huérfanos de historia religiosa, festejemos el 1 de noviembre. Es día de nombres muertos, dices, es como hacer festivo el asesinato de Kennedy. No entendemos tu lógica y metáforas pero eres tan tajante que no hay nada más que hablar al respecto llegados a este punto de la conversación.

Una vez, alguien propuso que el 1 de enero podría ser una buena fecha, comienzo de muchas cosas, por enredarte en una tendencia positiva, vital, esperanzadora. Pero Manuel apretó tanto los dientes del tenedor contra el plato ante esta propuesta que rápidamente el tema fue olvidado por todos.

A veces la discusión se volvía tan tonta, intensa y laberíntica, buscando en calendarios, inventando rimas o nombres parecidos, jugando a eruditos y encontrando santos donde otros veían agujeros negros, que nos sentíamos ridículos. Y tú preguntabas entonces, ¿qué necesidad tenéis de darme una fiesta sólo por el nombre que me dieron mis padres al nacer? Añadías, siempre en ese momento, que la fortuna te podría haber metido en Juan, que Tomás te podría haber embaucado o Jorge haberte palmeado las nalgas en tu primer llanto. Nos reíamos todos de tus ironías y suspirábamos por no encontrar una solución perfecta.

La realidad es que, año tras año, siempre repetimos la conversación coincidiendo con las demás celebraciones: Ana, Marta, María, Manuel… y tú has quedado relegado al chiste y las argumentaciones sentidas pero huecas. Nos creíamos egoístas por esto pero tú, en secreto, has disfrutado cada año de un regalo especial pero invisible: ser protagonista de todas las demás celebraciones. El único y diferente, el que tiene un nombre capaz de apropiarse de todos los demás. Y de todos modos, siempre te llamamos papá.